Rodrigo Cociña abre los libros cuales
cadáveres arrumbados uno tras otro inertes, silenciados por el tiempo, el agua,
el moho, el barro, la pegotina que los condena en esos nichos de cartón-ataúdes
carentes de flores en el entierro, ausentes de viudas lloronas de negro, surge
como un haz de luz resurrectora y salvadora.
Cociña los saca de la ceguera de un
lector que nunca obtuvo la magia impresa, la letra, la imagen, el escondite
secreto del imaginario de quien los autorizaba. Los revive de la pena de un
entierro sin penas ni glorias y los deja en vida como reencarnados porque
sucede que en el olvido hay la inclemencia que sostiene la ignorancia reinante,
en el agua caída, el barro hay un previo incendio (seguramente) es decir una
destrucción calamitosa que accidental o no, resume de manera muy cruel y
naturalista un reflejo zombie entre las líneas e imágenes vírgenes: Lo que
dejamos de ver, es lo que se nos prohibió ver.
Quemar o mojar libros es echarle cal o
azufre, tal como se hace con un cadáver para que no pestile el olor nauseabundo
de la putrefacción.
Hablo de la cal
Hablo de lo blanco, blanquear la
pestilencia.
Eso es lo que hace Cociña porque no es
cosa de usar así como así el blanco en pintura, el blanco es un invento, no es
color. Es un artilugio no presente en la naturaleza, pero es quizás el no-color
más lleno de significados, así como su par el negro. Entre ambos se pelean quien
es el jovencito de la película.
No es así como así, para pintar con
blanco hay que saber pintar, saber mirar, hay que saber escribir y por cierto
haber leído no poco.
Mirar, pintar, escribir, leer todas
acciones que requieren de un soporte manual; Digamos para que sea fácil y común
que ese soporte sea una hoja de papel.
El papel que sostiene la huella de quien
escribe y que imprime lo que servirá de lectura. El papel que inmortaliza la
imagen dibujada o impresa y que queda estacionada inmóvil pero llena de vida y que
deberá viajar de mano en mano, de generación en generación abriendo mentes y
generando conocimiento o quedar estacionada como una página más en las
historias terribles de los desaparecidos.
Si, porque un libro muerto es la vida
muerta, es un pájaro hermoso y muerto en nuestras manos. Tal vez debe ser la
muerte más dura de algo que no sabíamos que amábamos tanto.
Y es aquí precisamente donde comienza una
historia oculta con el capítulo de cal (o látex) que servirá para llevar
poéticamente de la mano a los libros muertos para renacerlos reencarnados en
obras de arte. Ese es el regalo de Rodrigo Cociña con el 6134 del barro al arte
.
Dripping White
Mi experiencia (siempre escribo desde ahí
porque no estoy muy aventajado en historia del arte ni en bombásticas y
salameras palabras y mucho menos destructoras), es que en el taller de Rodrigo
hay blanco, mucho blanco, sucio pero blanco. Hay recortes, pegoteos, material
reciclado coleccionado con intención, muchos libros, un caballito de juguete
magnífico y un hombre amoroso trabajando. Un demiurgo perfecto además es este
señor!!
Lo que toca lo convierte en un gesto
artístico y esto no es al azar cuando entramos en su obra.
Hay dolor, hay denuncia, hay protesta,
hay política y mucha, pero sobre todo hay amor. Si pudiéramos hacer el burdo y
torpe ejercicio de comparar (no me lo compro pero existe esa tendencia en quien
observa) Cociña es una especie de
Pollock chileno que drippea con total libertad y con menos ambición que
el gran genio norteamericano, pero si con el mismo entusiasmo expresivo y con
un elemento propio y diferenciador: Usa un solo color (que no es) ; el blanco.
El blanco se ensucia al pisarlo, tal vez
por eso Pollock decide manchar sobre él con el color buscando un dibujo
imposible pero lejano de cualquier contacto humano. Cociña hace todo lo
contrario, drippea pintura completa, cubre todo con blanco y le interesa sobre
manera que haya contacto humano!
Purifica de nuevo el pan, la chaqueta,
los alambres, los zapatos, las cosas que nos acompañan a cada rato. Porque
merecen ser purificadas, el blanco es eso no? Un no-color que limpia, que
purifica.
Por cierto y aquí la vuelta de tuerca,
purifica los libros muertos.
Porque no les cabe el negro del sepelio.
Todo esto se devuelve con la forma de una
precariedad del no uso, del deseo incompleto de quien se perdió la oportunidad
de conocer los misterios escondidos entre la portada y las mil páginas de un
libro destruido.
Eso merece, al menos para mi, la inmaculación
redentora como un gesto humano y por eso es necesario agruparlo, unirlo,
atarlos. Ahora son míos, son tuyos, son nuestros. Nadie va a venir a robarnos
nunca más lo que nos negaron antes.
Aquí no existe ni existirá nunca dios. Ni
en el pan que nadie comió, ni en ese zapato que un pobre nunca tuvo, ni en ese
alambre al cielo como queriendo colgarse de internet o algo que signifique
quiero ser parte del mundo, ni en ese chaquetón olvidado en la ropa de segunda
mano.
No habrá dios. Lo primero que se hizo desde
siempre fue ponerlo en duda.
Cociña lo deja bastante claro.
Eso es lo humano aquí. Lo humano que
mancha y ensucia.
Con blanco!!
Porque lisa y llanamente para Rodrigo
Cociña un libro no puede estar más muerto que el que no se imprime, el que se
censura, el que se quema por el fascismo o el que nunca se escribió por miedo.
Al menos los libros de esas cajitas
llenas de moho tuvieron un sentido para alguien y a pesar de sus muertes
súbitas o planificadas, hoy renacen encerradas en un abrigo que les es común:
la obra de arte.
la mágica resurrección no es divina
pero cobra poder ahí precisamente, al
dotar a la muerte de un baño de dripping White que la viste para una nueva
fiesta. La poesía imaginaria de Rodrigo Cociña nos devuelve el amargo y oculto
penar de no saber cuando ni porqué dejamos de ver o mirar.
O leer.
O pintar…
Aunque de alguna manera lo estemos
recuperando sin dar vuelta la página.
Esa es la gracia; sin dar vuelta la
página.
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