viernes, 31 de agosto de 2018

Ofelia Andrades. El retrato de quienes observan


Lo que hay de realismo en un lienzo pintado al óleo no es tan sólo el ejercicio de transmisión o interpretación de la realidad y el esfuerzo técnico que ello implica; la imitación de la luz, el color que se deposita sobre las formas, el movimiento congelado y el tiempo implicado en reservar el momento mientras dure el acto de pintar.
Lo que hay además de todo eso que no es poco, es una representación compleja que navega entre la observación de quien reconstruye la realidad y la de quien es testigo de esa construcción.

Entre ambos actores se produce una escena nueva de realismo que es frágil, desoladora e inquietante; la de la representación a secas, como tal.
¿Qué representa un retrato realista? O para ponernos más complejos ¿Qué representa el autorretrato?
Foucault ensaya esta y otras preguntas a partir de Las Meninas en su libro “las palabras y las cosas”  y nos dice que un cuadro puede cambiar la historia precisamente cuando se escudriña y se buscan respuestas acerca de la representación que relata la acción, la disposición y las miradas de los personajes, el movimiento que ejecutan segundos antes de ser captados y encerrados en el cuadro todo a partir de una pregunta ¿Qué está pintando Velázquez: a si mismo o a quien o quienes están frente a él?
¿Qué está representando el pintor; ¿un retrato de la familia real y autorretrato a la vez, el espejo que devela a los supuestos modelos que están siendo pintados o a los espejos en frente de él que le devuelven la escena completa para ser pintada o acaso todo esto es un artilugio para quedarse frente a los modelos a pintar que jamás podrá ver puesto que somos nosotros mismos que observamos el cuadro?






Entonces el ramillete de respuestas sale del cuadro y pasan a involucrar a quienes lo observan y ahí el realismo se pone a jugar con la realidad de manera alucinante, es ahí que se provoca o surge una nueva realidad sugerida por quien está fuera de la pintura.
Se compone entonces una realidad fuera del realismo como corriente del arte y como ejercicio académico de la observación e interpretación, una realidad que queda en manos de quienes están fuera del oficio de pintar y quedan con la maravillosa misión de recomponer una verdad nueva.

La obra de Ofelia Andrades está llena de guiños y coqueteos al observador, a quienes participan de los alrededores, a quienes están fuera de la pintura en todo sentido. No son modelos escogidos para diseñar la realidad. Son amigos, amigas, modelos en el taller, mascotas que se están movilizando con ella quien se repite a veces y otras aparece como un hito momentáneo de realidad que ha sido experimentada por quienes aparecen con ella mientras todo sigue girando en rededor mientras está preparando una nueva realidad.

El realismo que propone Ofelia se compone de una naturalidad cargada de la vida de quienes viven dentro de sus pinturas y luego estarán fuera de ellas recomponiendo desde otro lugar lo que han visto de ellos y ellas mismas como sujetos pintados primero y como responsables de completar una representación al óleo bastante más compleja y completa de una realidad a la que son devueltos y devueltas para pertenecerse eternamente como espejos necesarios para Ofelia y como aquellas personas que salen de ser objetos para ser sujetos de un realismo que jamás encontrarán en ninguna otra parte que no sea en esos lienzos pintados al óleo de manera clásica, cuidada, fina y brillante.





Quienes observan las pinturas finalmente somos todos y todas, algunos podemos salirnos de ahí para intentar respondernos las mismas preguntas existenciales que brotan de los espejos que nos devuelven invertidos o de los lentes de un celular con autofoco que nos enderezan la imagen nuestra tan buscada.
Podemos estar conscientes o no de no sabernos nunca, de no poder vernos más allá de la punta de nuestras narices y vivir con esa verdad siempre sin mayor rollo, pero ser invitados a la fiesta de nuestra representación es algo que nos saca de las comunes preguntas y nos pone en un estado poético y metafísico de nosotros y nosotras, de los espacios que compartimos, que es donde celebramos o nos sufrimos de manera constante.

Podemos divagar si ese estado es finalmente la pintura que nos congela y que a la vez nos libera o que como seres humanos que podemos reinventar la realidad cada vez que salgamos de una pintura donde aparentemente estamos representados para después ser quienes estemos en el realismo de Ofelia Andrades como esas pequeñas y maravillosas realidades que valen la pena declarar y compartir con otros y otras.





La belleza de una pintura hecha con sentido, honestidad y con un relato maduro y que la sustenta es su capacidad de escalar en el tiempo para mejorarse a si misma cada vez, es la mágica y misteriosa aventura de una pintora que está mirándonos y que al frente estamos los otros y otras observándola a ella.
En ese cuarto no puede haber oscuridad pues hay una verdad compuesta que solo las sabemos quienes estamos ahí.


Guillermo Grebe
elartwriter

sábado, 4 de agosto de 2018

EL LABERINTO CREATIVO DE GUILLERMO DEL TORO


No es una casualidad la muerte y su manera de transitar poética y atávica en la obra de Guillermo Del Toro.
La muerte no es como la podemos entender o aceptar puesto que es irremediable e inevitable y está cruzada siempre por lo que disponen las diversas culturas respecto de cómo nos movemos antes de que nos llegue a visitar.  Ciertamente no existe una sola muerte, existen las maneras de cómo nos la explicamos y la contamos.

Del Toro trae consigo la muerte de México, la que se celebra y se venera con bailes, cantos, procesiones, calaveras y todo un abanico multicolor entre étnico-religioso y pagano que no deja dudas a la hora de partir una aventura creativa; es tan inevitable la muerte como inevitable es la pulsión que provoca llevarla en el bolsillo de la chaqueta, el corazón, las manos o la mente de cualquier ser nacido en México.
La muerte es mexicana de una manera única precisamente por lo que va a suceder en el imaginario que la ronda, en los pueblos donde se venera por gente que está más viva que nadie.

Y la muerte está encriptada en el cine de Del Toro, no es una novedad esto, es evidencia que se siente, que se nota incluso en los films dirigidos por encargo por él como el caso de Harry Potter, incluso ahí está presente ese halo tan representativo de su manera de hacer cine; una paleta de color económica hacia los negros y azules pero con una sensible permanencia de los cálidos tensionantes ocres y amarillos cromo. Para que decir la muerte en las obras de su autoría; ella ronda cual musa madrina.





En el laberinto del fauno y en La forma del agua, que son dos films entrelazados por la psicomagia gótica, la muerte está presente como una manera de curiosa exploración que brota de dos mujeres encerradas en el silencio y el horror; la primera es una niña que vive el terror fratricida y fanatismo del fascismo español en plena guerra civil española y la segunda una mujer sorda y muda que desea perder la virginidad con un pez antropomórfico pues es la única manera de encontrar el amor en un mundo de violencia secreta y corrupta en plena guerra fría.
En ambos casos la muerte es el eje vinculante, pero es una muerte cruzada rudamente por el acontecer temporal del ser humano enfrentado a los sucesos históricos y políticos ajenos a la fragilidad existencial tan propia de los seres sensibles que miran todo de otra manera.

Los hechos suceden en medio de la opresión política y estructural de una vida demasiado concreta como para que se entremezcle la poesía o la aventura del atrevimiento exploratorio; en ambas historias el amor es un condicional rupturista que puede con todo en apariencia, en ambas hay una credibilidad e incluso un triunfo de lo imaginario por sobre lo realista (o cruda realidad) aunque pudieran tener finales fatales lo cierto es que este cabrón de Guillermo nos está jugando una movida de ajedrez con la supuesta felicidad que se desencadena después de el amor.


¡Y finalmente está el agua! El agua para nuestro Del Toro es el infinito de la muerte en la tierra. No hay una muerte divinizada ni alegórica en la poética del relato de Del Toro, lo que hay es una muerte de verdad; a lo mero mero, pero con un torrente de sanación líquida que sólo nos inspira a creer que la vida no acaba y que recién pudiese comenzar.



Del Toro no es de finales felices, es de finales que acontecen en común acuerdo con algo que está entre medio de su impredecible imaginario poético enfrentado a una realidad impuesta por la maldad, la ignorancia, el abuso de poder y la sensibilidad violada tal como si la muerte existiera fuera de la muerte, como algo grotesco que no queremos que llegue, pero llega y nos arrebata todo; y eso incluye a Del Toro inmolado frente a una derrota momentánea de su mágico laberinto en el agua.

Digo derrota momentánea porque finalmente deja que se abra como por acto de magia la aventura de los finales abiertos aquellos que sólo las historias originales y de autor convertidas en buen cine son capaces de quedarse en los espíritus de quienes las observan entrando en las salas oscuras de los cines para cruzar umbrales hacia lo desconocido y donde el enorme Guillermo Del Toro hará de guía único inspirado por ese jueguito tan de él, tan inimitable, ese que deja poemas como llagas, historias imposibles como verdades irrefutables y nos hace bailar con una muerte tan seductora como inocente.


Guillermo Grebe Larraín
elartwriter