Una esquina y una simple casa, un muro rayado, una playa
atestada de gente, una roca, una avalancha de rocas sobre el camino, una micro
quemada, la pestilencia de la basura y un puente abandonado sobre el mar.
Y la palabra Resistencia…
Son todas descripciones del fragmentado paisaje común que es
tal cual es y no el que el pintor se pone de frente con sus utensilios para
luego convertirlo en pintura. Esto último también es parte de la fragmentación
del paisaje, el pintor elige, decide, se ubica y compone con tiempo un breve
pedazo elegido a consciencia.
Alvaro Oyarzun hace todo lo contrario; se detiene ante las
omisiones visuales y las convierte en pinturas sin mácula, sin juicio, sin el
kármico poder aurático del arte de pintar el paisaje sino más bien hacer que el
paisaje se encuentre en si mismo desprovisto de toda decisión estética de quien
lo re interpreta y atropella como cruda realidad.
En ese sentido en esta serie de pinturas de paisaje, Oyarzun
desclasifica una actitud del pintor de género y resulta conmovedor como hace
girar las lógicas de la mirada, tanto la propia como la del espectador
resolviendo todo en un pequeño caos donde ambos quedan atrapados en espacios
donde nadie quisiera estarlo, incluido los pintores de paisaje tradicionales,
aunque con la salvedad de una realidad inconfundible y común.
Hecha la ley, hecha la trampa; Alvaro Oyarzún no se viene
con rodeos, derechamente pinta lo impintable de un paisaje, lo que se quiere
omitir, lo que no es compuesto, más bien desea lo descompuesto para relatarlo.
La pintura se transforma por arte de magia en jueza de una despenalización de
lo periférico.
Por más que uno se quede perplejo con una brillante y
elegante técnica, la sensualidad de la mancha y una paleta de color
privilegiada, los paisajes periféricos de Oyarzún nos reúnen porque transitan
en un común y corriente inconsciente colectivo que anula, mata y tapa ocultando
lo que definimos como feo, sucio, inservible, desechable según los canones
establecidos por los códigos y símbolos aferrados a la comodidad y al confort,
al lenguaje bien educado, a ese sesgo burgués que define al buen arte.
Si, nos reúnen para incomodarnos en una poética tensión
entre algo que no queremos ver y que a la vez tenemos que ver porque la pintura
nos coloca ante una verdad sin venda en los ojos en medio de un espacio donde
todos desean mirar bellas pinturas de paisaje. La pintura huele a óleo, barniz,
acrílico, tela, todos materiales nobles y aceptados en una sala de exposiciones
o un museo, todos bien acogidos y aceptados para hacer soportable la pobreza y
todas aquellas oscuridades humanas.
La ley es la norma de aceptación de conductas de convivencia
y de bien común acordado en el entramado social. La trampa es la libertad de
poner en duda todo aquello de manera dinámica, viva e inclusiva por medio de la
pillería y la agudeza con cojones para establecer salidas que no son tomadas en
cuenta.
Personalmente prefiero las trampas en el arte porque ahí
habitan las pulsiones que permiten crear nuevos mundos que están libres de
cualquier acuerdo porque el arte siempre es un tratado de política en estado de
dignidad frontal, sobre todo cuando trata de territorio.
Álvaro Oyarzún nos coloca frente a frente a la pobreza y en
esa acción hace convivir soporte y material incluido. No es gratis nada, todo
está ordenado y sostenido en acrílico sobre papel porque la pobreza y la
miseria fluyen ahí naturalmente tensionando el acto de ver que no es más que la
obturación muscular que pega polaroids en la memoria y mirar en cambio implica
la contemplación analítica que puede evaluar, elegir candidato, cambiar de
lado, dar vuelta la chaqueta. Aquí no hay sesgo, hay encuentros y acción graffitera
en un papel pintado de manera inmediata con acrílico.
La trampa se convierte en su propia ley ahora que conviven
en acuerdo silencioso pero bello y noble y así es imposible que lleguen los
pacos.
Aquí el gato es gato y la liebre es liebre.
Finalmente nuestra mirada puede tomar palco ante una pintura
que es verdad del fragmento que nunca elegiríamos mirar pero con la importancia
que merece esta vez la involucración y la convivencia con lo que despreciamos.
Como nunca estamos ante una belleza nueva develada, como
nunca miramos en modo bello un graffiti pintado, una pared con garabatos, una
roca y la basura en la playa, una esquina cualquiera, un puente abandonado, una
inundación por negligencia, un derrumbe por avalancha. Tal vez porque en esto
nos congregamos todo o tal vez porque siempre es sano y saludable mirar en
lugar de simplemente ver. Mirar sin reojo y sin desprecio lo que también
hacemos como seres humanos cuando dejamos de lado ser tan limpios, educados y
legalmente aceptables.
Como nunca el espectador de un cuadro de paisaje pintado con
acrílico sobre papel puede mirar y mirarse a la vez en esa miseria convertida
en pura y honesta belleza porque nadie puede escaparse de lo que ha ayudado a
construir como verdad, aunque se oculte de ella.
Guillermo Grebe L.