viernes, 17 de marzo de 2017

Alvaro Oyarzun. La despenalización de lo molesto e invisible


Una esquina y una simple casa, un muro rayado, una playa atestada de gente, una roca, una avalancha de rocas sobre el camino, una micro quemada, la pestilencia de la basura y un puente abandonado sobre el mar.
Y la palabra Resistencia…
Son todas descripciones del fragmentado paisaje común que es tal cual es y no el que el pintor se pone de frente con sus utensilios para luego convertirlo en pintura. Esto último también es parte de la fragmentación del paisaje, el pintor elige, decide, se ubica y compone con tiempo un breve pedazo elegido a consciencia.

Alvaro Oyarzun hace todo lo contrario; se detiene ante las omisiones visuales y las convierte en pinturas sin mácula, sin juicio, sin el kármico poder aurático del arte de pintar el paisaje sino más bien hacer que el paisaje se encuentre en si mismo desprovisto de toda decisión estética de quien lo re interpreta y atropella como cruda realidad.
En ese sentido en esta serie de pinturas de paisaje, Oyarzun desclasifica una actitud del pintor de género y resulta conmovedor como hace girar las lógicas de la mirada, tanto la propia como la del espectador resolviendo todo en un pequeño caos donde ambos quedan atrapados en espacios donde nadie quisiera estarlo, incluido los pintores de paisaje tradicionales, aunque con la salvedad de una realidad inconfundible y común.




Hecha la ley, hecha la trampa; Alvaro Oyarzún no se viene con rodeos, derechamente pinta lo impintable de un paisaje, lo que se quiere omitir, lo que no es compuesto, más bien desea lo descompuesto para relatarlo. La pintura se transforma por arte de magia en jueza de una despenalización de lo periférico.
Por más que uno se quede perplejo con una brillante y elegante técnica, la sensualidad de la mancha y una paleta de color privilegiada, los paisajes periféricos de Oyarzún nos reúnen porque transitan en un común y corriente inconsciente colectivo que anula, mata y tapa ocultando lo que definimos como feo, sucio, inservible, desechable según los canones establecidos por los códigos y símbolos aferrados a la comodidad y al confort, al lenguaje bien educado, a ese sesgo burgués que define al buen arte.

Si, nos reúnen para incomodarnos en una poética tensión entre algo que no queremos ver y que a la vez tenemos que ver porque la pintura nos coloca ante una verdad sin venda en los ojos en medio de un espacio donde todos desean mirar bellas pinturas de paisaje. La pintura huele a óleo, barniz, acrílico, tela, todos materiales nobles y aceptados en una sala de exposiciones o un museo, todos bien acogidos y aceptados para hacer soportable la pobreza y todas aquellas oscuridades humanas.





La ley es la norma de aceptación de conductas de convivencia y de bien común acordado en el entramado social. La trampa es la libertad de poner en duda todo aquello de manera dinámica, viva e inclusiva por medio de la pillería y la agudeza con cojones para establecer salidas que no son tomadas en cuenta.
Personalmente prefiero las trampas en el arte porque ahí habitan las pulsiones que permiten crear nuevos mundos que están libres de cualquier acuerdo porque el arte siempre es un tratado de política en estado de dignidad frontal, sobre todo cuando trata de territorio. 

Álvaro Oyarzún nos coloca frente a frente a la pobreza y en esa acción hace convivir soporte y material incluido. No es gratis nada, todo está ordenado y sostenido en acrílico sobre papel porque la pobreza y la miseria fluyen ahí naturalmente tensionando el acto de ver que no es más que la obturación muscular que pega polaroids en la memoria y mirar en cambio implica la contemplación analítica que puede evaluar, elegir candidato, cambiar de lado, dar vuelta la chaqueta. Aquí no hay sesgo, hay encuentros y acción graffitera en un papel pintado de manera inmediata con acrílico. 






La trampa se convierte en su propia ley ahora que conviven en acuerdo silencioso pero bello y noble y así es imposible que lleguen los pacos.
Aquí el gato es gato y la liebre es liebre.
Finalmente nuestra mirada puede tomar palco ante una pintura que es verdad del fragmento que nunca elegiríamos mirar pero con la importancia que merece esta vez la involucración y la convivencia con lo que despreciamos.

Como nunca estamos ante una belleza nueva develada, como nunca miramos en modo bello un graffiti pintado, una pared con garabatos, una roca y la basura en la playa, una esquina cualquiera, un puente abandonado, una inundación por negligencia, un derrumbe por avalancha. Tal vez porque en esto nos congregamos todo o tal vez porque siempre es sano y saludable mirar en lugar de simplemente ver. Mirar sin reojo y sin desprecio lo que también hacemos como seres humanos cuando dejamos de lado ser tan limpios, educados y legalmente aceptables.

Como nunca el espectador de un cuadro de paisaje pintado con acrílico sobre papel puede mirar y mirarse a la vez en esa miseria convertida en pura y honesta belleza porque nadie puede escaparse de lo que ha ayudado a construir como verdad, aunque se oculte de ella.



Guillermo Grebe L.      

miércoles, 1 de marzo de 2017

Miguel Ángel Huerta, los trazos de un universo antiguo


Viene de la mano de Miguel Ángel Huerta un cuento de brujos y chamanes, diablos que perdieron el poncho, zopilotes, buitres y ranas, pequeños jugadores de fútbol jugando con serpientes encantadoras y más que otra figura des figura da que más que temas para pintar o dibujar son un mundo propio desnudo y abierto, como pocos he tenido la suerte de admirar y conocer este último tiempo.
Las historias se viene a borbotones desde aquellos cerros de los domínicos antes de ser un barrio que de tanto jutre y casa blonda terminó por llevarse al exilio toda esa magia reunida pero no al olvido pues todos esos imaginarios se vinieron con Miguel Ángel a Til Til, por suerte de quienes podemos ver su obra.

Ahora gozan la libertad de las manos del niño que escuchaba cuentos de sus familiares y amigos en aquellos cerros de la zona alta de Santiago, la llamada cota mil entonces y no hace mucho, era un reducto semi rural donde co-habitaban los ricos en mansiones de estilo con trabajadores que tenían casas más sencillas, su huerta y algunos animales. Esos cerros de Santiago, algo lejos de las luces de neón, llenos de historias y cercanos a las estrellas eran el espacio natural de lo que Huerta escuchaba y veía en las voces de sus tíos y de su padre quienes le decían que por ahí cerca había pasado don sata, o que un tío muy lejano era un brujo de tomo y lomo y luego como buen niño entre la pelota y los peñascazos, aparecían las culebras, los sapitos nocturnos, el chuncho (aunque le incomode a él ese termino) con su uu, uu agazapado en busca de lauchas. La radio transmitiendo al Colo los domingos, el calor y las lluvias y un fogón para preguntar de nuevo: Papá, es verdad que mi tío era brujo? Que hacía?





La vida de niño nos determina hasta que la olvidamos usando una razón conveniente, entramos a la adultez de manera traicionera y cobarde; nos vestimos de adultos para escondernos del miedo de seguir siendo niños. Huerta es un adulto como cualquiera de nosotros pero jamás ha tenido espanto de su niño, sus historias de niño son precisamente lo que le permiten la felicidad, y eso se llama sabiduría e inteligencia.

Digo esto porque Miguel Ángel se para desde ahí a trabajar su arte. Desde el niño que anda con él y no el que ha escondido. El niño que cabalga con él en algún monstruo juguetón y maravilloso alejado de cualquier juicio reconocible, si malo o bueno, es lo que es; un pequeño monstruo de cartón o papel que cabalga con él en la micro o simplemente caminando entre la feria, la panadería y su casa. El mismo que le hace encontrar esos objetos que nadie ve y que están guardados sólo para él mientras hace esos trayectos.

La obra de Huerta es única y es poderosa. Pareciera por momentos que uno está frente a la inocencia silvestre de quien hace por hacer, pero la intuición toma formas universales sin universo porque nadie las ha visto jamás antes. Huerta crea, inventa y eso no lo hace un dibujante o pintor, eso lo hace un generador de universos improbables, personales claramente, pero no por ello menos importantes que todo lo que ya se haya visto ni conocido. Las obras de las que hablo están en otra parte, se mueven como las serpientes, tienen vida, miran, esconden, liberan, embrujan como chamanes enanos, juegan al trompo y al taca taca se mueven porque la mano que las crea es la de un mago que hace arte. Cuando digo que se mueven la literalidad se come a si misma; se mueven, si uno sabe apreciarlas lo verá, estamos frente a obras de arte, no frente a objetos comunes y corrientes inmóviles y atrapados en el tiempo.





Huerta hace de su trabajo un acto de fe, una especie de tranvía entre los mundos que lo albergan y se acurruca de manera natural con el alma silvestre y el amor de un niño dolido que ha sido capaz de jugar con nada. Ha vivido la pobreza como la viven millones de chilenos y en ella ha inventado un universo lleno de seres únicos, como avatares de un planeta al que podemos entrar de manera elegante y sofisticada o jugando una pichanga, nos podríamos mover de manera geométrica y con las ilusiones intactas.

Conocí a Miguel Ángel Huerta por Facebook y luego nos tomamos un café que es la manera más afectuosa y verdadera de conocerse por Facebook. Nos citamos como dos artistas en Santiago que querían conocerse y eso ya es un punto a favor de romper modelos lógicos de intereses burdos y mediocres como el interés por un objeto. Yo me encontré con un artista, un hombre que venía con sus ojos muy abiertos, y una croquera llena de dibujitos que me confesó nunca ha soltado.
Al cabo de un rato me dí cuenta que estaba en la mejor exposición del trabajo de un artista; sin galería ni champagne de por medio, ni prensa, ni desconocidos que te admiran y te aplauden en una inauguración.
Estaba hablando de arte, de infancia, de distancias, de luchas sociales, de magia, poesía, surrealismo y de historias tan conmovedoras y entretenidas como el cuaderno de croquis que abría para mostrarme su universo.

Estaba en la línea fina de la congruencia de un discurso sólido de un artista excepcional. Huerta estaba exponiendo su obra y su vida de una manera fresca e intensamente honesta como si nos hubiésemos conocido toda una vida o como si el surrealismo nos convocara para hacerlo pedazos un rato o quedarnos en él de manera cómoda y sin opciones.







Me dice con mucha sorpresa que su trabajo lo ha llevado a estar en importantes exposiciones y publicaciones a nivel internacional, que es permanentemente seducido a participar de agrupaciones que terminan en ismo, que el arte le ha dado para vivir  y que nunca ha salido de Chile y que es feliz con todo eso.
Que se le enrola al ejercito de los caballeros surrealistas sudamericanos para abducirlo y llenarlo de estrictos manuales para ser un excéntrico disparado al subconsciente de los demás, que debe recitar tal o cual poema suyo en algún encuentro de carácter de logia secreta y exclusiva y que tal vez, y aquí está el detalle; “tal vez no soy eso, no estoy ahí, yo prefiero ser un niño que encuentra fantasmas y cosas y las convierto en dibujos. Yo soy un cabro chico que hace monos, yo trazo un universo antiguo”.

Entonces ahí Miguel Ángel no necesita nada externo a el niño que cabalga en sus monstruos, eso no lo hace más excéntrico o más o menos surrealista, eso lo hace un artista exento del objeto, un aprendiz de si mismo en permanente circulación vital que saca los destellos de las estrellas de sus cerros de niño y los trae en su cuaderno pero de pronto son botellas, poleras, cartón piedra, un pedazo de madera, una arpillera pintada en acrílico o una servilleta.
Usa lápices, pasteles, acrílicos, mucho grafito, y los amables y rescatados materiales de la escuela experimental de arte donde se formó.
Busquilla, maestro chasquilla!!
Huerta es un coleccionista que va juntando eventos reales que agrupa en la memoria, los unifica con los cuentos, las hechicerías, sus propias emociones de niño asombrado, experiencias de niño pobre viviendo en un barrio de ricos y un vasto y muy desarrollado conocimiento de nuestras culturas amerindias que ha cultivado como una religión. Todo este mundo se va llenando de sus propias imágenes que brotan como flores intuitivas sin descanso, es la naturaleza que brota del manantial que él mismo ha creado.  Esas son sus obras que no caben en un análisis académico, al menos a mi se me hace injusto, impropio y completamente desconectado de toda pulsión creativa noble, honesta, concreta y  ajustada a encasillar. Para mí la obra de Miguel Ángel Huerta es la naturaleza de crear un universo paralelo y eso ya lo es todo. 





Voy leyéndolo mientras me habla y lo que sale en este ir y venir lleno de preguntas en el vacío, preguntas de un artista a otro en aquel café, respuestas de un artista a otro también que han compartido unos minutos de belleza en medio del trajín de un mundo que desea explicarse las cosas cuando en verdad no deben ser explicadas.

Las cosas se hacen;
Se encuentran, se modifican, se recrean.
Todo tiene que ver con lo que nos ha despertado el amor y el desamor, las luchas, los dolores, las alegrías y nuestro paso en esta tierra.

O simplemente se inventan.
Miguel Ángel Huerta navega con total naturalidad haciendo e inventando.
Y yo me quedo en el café agradeciendo eso eternamente.
Y su amable confianza.
Ya nuestro mundo se llenó de las cosas que realmente importan.
Facebook pasó al olvido. No estoy ni ahí con la pantalla, me quedé en el laberinto mágico de un chamán niño maravilloso que se ha develado como una orquídea mágica y única.


Guillermo Grebe Larraín