lunes, 24 de junio de 2019

Vilches Rubio. El Limpia Ollas




No es común que un artista escriba sobre quien escribe o critica el trabajo de los artistas. Es impensado y puede ser visto como un gesto de amiguismo para obtener pre vendas editoriales y ventajas de reconocimiento de algún galerista o coleccionista.
Lo que es común en este circuito de los egos entre quienes escriben, analizan, comentan, interpretan y quienes son objeto de todo eso, los creadores, es que permanezcan en un vaivén casi adolescente, la rencilla y la negación o bien la adulidad y el agradecimiento dependientes de si me gusta lo que escribiste o no.
Tonteras.
Un cúmulo de taimas y nubes que no vienen a ningún caso. Es decir; escribir e interpretar la obra de los artistas es una pequeña entrada al Infierno de Dante; entras ahí y sales renacido o no sales.

La crítica del arte es parte inherente de la filosofía, la sicología, la antropología, la estética, la semiótica y la historia. No es sinónimo del ayuntamiento del arte como si fuera parte de un sindicato donde todos deben votar para acordar algo que beneficie al común, no.
Simplemente es una prolongación del metalenguaje del objeto o producto arte que difiere o confiere, que agrega o disgrega, que aumenta o reduce.
Es la dinámica de la obra de arte exhibida y puesta en conocimiento.
Sin interpretación no existe el movimiento de una obra, sin hablar de ella y su pertinencia no habría posibilidad de contraste o de calce sincrónico con su época.

En mi caso particular el encuentro con este oficio relativo al arte, empieza en los años de Escuela cuando me reconozco tan vivo en la materia y en la praxis como en lo inmaterial de la teoría. Estética e Historia del Arte como materias eran para mi la columna que le daba sentido a lo que luego tendría que salir en el taller.
Pero también este oficio lo aprendí de quienes solían salirse del rebaño del hacedor y se colocaban en la vereda del pensador, el hincha pelotas, el que te dejaba la pesadez con una sonrisa sarcástica así como diciendo “aprende chico, aprende”.
Maravilla!!! Eran mis compañeros de Escuela, sobre todo Waldo Gómez y Rodrigo Vega a quienes escuchaba alucinado y expectante.

Entonces aparece la develación del arte como una ley convertida en acto de fe:
Una cosa es ser pintor, la otra es ser artista. La diferencia no es solo conceptual, es la tangibilización de un rol en la sociedad como alguien que tiene un oficio que sirve para catalizar algo que no se ve pero que existe y que los demás exigen conocer porque los involucra, los implica.

Así que la excepción confirma la regla; Esto es un asunto personal naturalmente. Es un tema que tiene que ver con un hallazgo entre el artista o pintor que hace y quien lo descubre, ahí se cuela un escritor que se pone con un espejo,  se produce una contrariedad establecida como parte del realismo mágico de quien lo provoca; Felipe “Filosofón” “Felipón” Vilches Rubio.

Conocí a Felipe Vilches gracias a mi oficio de pintor a través de las redes sociales, según él quería escribir sobre mi trabajo y hacerme un video. Nos juntamos, nos reímos, almorzamos unos ricos spaghettis y me hizo contarle toda mi vida.
A partir de ese momento aprendí que la relación entre un artista y quien interpreta de manera académica la obra era un juego permanente de lecturas cruzadas donde lo que había que atender eran la temperatura de los tiempos creativos y las relaciones tensionadas con uno mismo como un canal que expresa algo que es necesario para otros.
Eso en cuanto a mi como pintor o artista implicaba medir y mediar el acto de hacer y el de ser. Cosa no menor.

En cuanto a Vilches fue registrar por primera vez que tanto hacer como ser tienen una relación directa con un impacto real porque generan un lenguaje re construido que puede ser legible y por lo tanto se debe escribir sobre ello. El backstage de la obra en ejercicio requiere de un sapo, un merodeador, un espía noble, un hincha pelotas, un retador para que lo que se crea tenga un movimiento concreto y reconocible al otro lado del vacío que implica pintar de manera solitaria en un taller cerrado en la pre cordillera chilena.



Felipe Vilches, tiene sus historias a cuestas y un humor únicos, quienes lo conocemos damos fe que puede concentrar en un mismo minuto la emoción de ser amado y odiado al mismo tiempo.
No sólo es un ícono under de los 80s, filósofo especialista que merodea entre Heidegger el punk, un maestro alucinante que le dio el don de ser limpiador de ollas  y guionista alucinógeno de Takilleitor, la película menos normal de la historia de Chile (mal llamada la peor), sino que además como escritor ofrece un modo de comunicación que él llama “Atachament, recurso metafórico inalámbrico, libre y flotante”, una suerte de palimpsesto verbal donde incluye e involucra todo lo que dice bajo un barniz semitransparente que hace ver a medias y entenderlo menos, para finalmente descubrir que esa manera de decir y comunicar es una obra multidimensional en si misma y que depende de la otra, la que la inspira, la de la otra dimensión.

La lectura de obra entonces tiene un apéndice valioso en si mismo, único y “atachado”, una coraza protectora que la encamina a la metáfora de un túnel que obliga ir a encontrarla y meterse en ella no desde su valor artístico sino que desde su valor onírico y eso lo hace un interpretador de obras único, inédito y original.

Se mueve con la misma pasión y concentración entre una obra de Lepe, una de Lam y otra de Cociña como si fueran algo común escondido en los recovecos del silencio de los dibujos inocentes de niños que disfrutan del acto creativo así como de trabajos menores y que nadie siquiera les podría dar un segundo de atención. Vilches Rubio en cambio se interna como un explorer, un chico bueno y alucinado que intenta desenmarañar el caos de la belleza exactamente con el mismo vigor y compromiso que le confiere su calidad de limpia ollas, una suerte de brujo adelantando que prefiere sanar obreros del arte antes que enfermarlos de sus propias capas mortuorias antes de un posible fin “takillero”.

No es usual escribir sobre alguien inusual como Vilches, por eso este texto se convierte en un deber y una prolongación cómplice para citar y poner en conocimiento a alguien que calladamente anda detrás de lo que pocos ven, deambulando con su maquinita del tiempo captando de galería en museo, de taller en taller los trabajos de los artistas, siempre con esos ojos maravillados y la digna pobreza de la ausencia de lucas, enamorado del arte y la filosofía y aquellos invisibles gestos que casi nadie suele mirar en estos días llenos de efectismo artístico vacuo y neoliberal.

La pasión por la interpretación escrita de las obras de arte no sólo sirve para llenar las páginas oficiales de la crítica sobre la obra de artistas que “suenan bien” o son reconocidos por su trayectoria e influencia, a veces tal vez es solo eso; pasión y no necesita un órgano oficial editorial que la externalice sino más bien un recorrido temerario sobre un territorio donde se decante la magia de lo inútil que puede ser escribir sobre el arte y convertirlo simplemente en un inesperado y maravilloso escondite donde descansen las cosas inútiles que hablan de algo nuevo, algo de lo cual nadie puede hablar o escribir y que sale como un conejo blanco de un sombrero.
O de una olla limpia, como la de Felipe Vilches.


Guillermo Grebe
elartwriter
         

viernes, 7 de junio de 2019

Ciro Beltrán. El sinuoso camino de la palabra pintada


Mucho se dice sobre la pintura abstracta como la vocación de lo original o inédito que se expresa de manera libre y sin censura racional. El expresionismo abstracto depara más bien en lo que sucede entre el cuerpo que gesta de manera mecánica la pulsión de las emociones transformadas en colores que sacuden el soporte sin orientación lógica ni una reglamentación de la composición definida.
Algo así como una road movie painting, derecho y sin cálculos, derechito con destino hacia un horizonte sin final.

La pintura en esencia es eso; finalmente es un gesto no reparable que siempre transcurre entre un deseo retenido o no y un soporte que determina un campo al que hay que entrarle de alguna manera irreversible, atrevida y sin temor alguno.
Pasa algo parecido con la escritura, más derechamente con el género de la poesía. Las palabras están ahí flotando en la mente y sucede que la pulsión por tomarlas y desviarlas de la lógica de la retórica y las leyes de la redacción y de lo legible se convierte en un verdadero campo de batalla donde la sinapsis queda sin mayores opciones y entonces las palabras, las frases, los acentos, los énfasis aparecen distrayendo al lector cual manojo de alguna brujería que ha hechizado cada significado descomponiéndolo para generar otros nuevos esta vez cubiertos de un aura distinta que sólo se recompone en un acuerdo silencioso entre la poesía y quien la lee.







La obra de Ciro Beltrán está llena de palabras que no se ven, que no se leen como palabras físicas sino que como partes de un enorme y largo poema visual y colorístico. Habría que inventar entonces un diccionario beltranístico y eso es lo magnífico de su obra, es decir, de construir el lenguaje escrito y devolverlo en palabras, los trazos que se adivinen cual sinapsis repartida y descolgada de un poeta que pinta lo que escribe o escribe lo que pinta.

Beltrán pinta o dibuja poesía en una tela de lino, una alfombra que sometida a la pared supone al sujeto expuesto a un poema que se juega el goce del libre albedrío o la derrota de una censura editorial, o peor a la autocensura. Algo me dice que la pintura de Ciro sería en este caso parte de una diversidad extendida nueva inédita y libre del lenguaje escrito que sostiene y evidencia de manera muy prístina y equilibrada que es en la poesía el único lugar donde existe la verdad universal.
La poesía en estado puro es casi siempre una forma de describir un estado de instalación de una verdad irrefutable, una verdad construida por la palabra.







Aquí subyace la genialidad porque todo esto tiene que ver con la creatividad en estado puro; no es trivial crear poesía con el dibujo o los puntos que componen una línea o el color a secas, colores puros y planos como una letra, una coma, un punto o signo de exclamación o la fantasmagoría de una lengua muerta que revive porque se le da la gana.
Lo que hace Ciro Beltrán es nada más ni nada menos que inventarse un diccionario propio donde condensa el relato poético de manera críptica a veces y lúdica e interactiva en otras.

Pero sucede que cuando se escribe algo se debe tener en cuenta con que se escribe y donde se escribe, porque no da lo mismo dejar huellas y menos en la pintura. Finalmente la pintura debe sobrellevar la posibilidad de la conservación como objeto, en el letargo de un museo o en la pared egocéntrica de un coleccionista. La palabra escrita si no se estampa en un soporte es asunto del viento y muchas veces del olvido.
No es casual escribir con pintura sobre una cortina o una alfombra pues ahí se rescatan las palabras dichas, los susurros, el cantito bajo la ducha, el cuerpo de la víctima de un asesino serial que rueda sostenido en una alfombra cual rollo de pergamino.

Los poetas escriben sobre papel, cuadernos de ronéo o sobre hojas de hierba. Usan lápices verdes mientras azota el mar de Isla negra o bien pluma fuentes épicas y románticas y todo este magnífico evento entre la palabra y el aire finalmente debe esperar alguna edición que lo inmortalice pues hay un proceso que el poema no puede resistir y tiene que ver con la develación de la espera.
La pintura no sufre tanto para llegar a ser develada pero si atraviesa la dificultad de la representación interpretada, algo que la palabra sortea con relativa facilidad.

Y entonces resulta que ahí en ese trance en que se supone que las cosas se separan de la realidad es que toma sentido el arte como una acción humana tan concreta y natural como cualquier otra con la enorme ventaja que implica el hacer en la libertad más absoluta lo que al artista se le antoje.

La libertad del viaje dibuja un mapa propio
La libertad de tener una opinión de las cosas dibuja un pensamiento en forma de palabras sobre una pared o una micro, o un tarro de basura en algún barrio de Berlín.
La libertad de expresar el amor puede no tener algo legible porque en su lugar el amor se convierte en colores y formas.
La libertad del indigente que crea nuevas formas de contra cultura en un camino nocturno por las calles del Bronx de la mano de el hijo de un haitiano que duerme en una caja de cartón en el Central Park.
La libertad de estar vivo se encarnará en el ácido ribonucleico trazado sobre una tela de un chileno que pasea con deshechos y alfombras usadas por las calles de Berlín.


La obra de Ciro Beltrán empieza por un largo e infinito poema pintado y vuelto a pintar en un muro en la calle Simón Bolívar y Chile España en la década de los 80, tiempos en que la poesía estaba presa y por tanto debía reformularse en un símbolo que pudiera contener en si mismo la expresión de los deseos en la vía pública y la osadía del reinvento de una nueva sociedad.
El acto de pintar y volver a pintar y volver y volver a pintar el muro es la actitud del cabro porfiado, el estudiante silencioso, inteligente y rebelde de la Chile que nos decía a todos y a todas que con el arte no se juega pues es lo que quedará aquí a pesar de que lleguen los milicos a borrar y borrar y borrar ese muro. La distancia que hay entre el acto poético de pintar mil veces el muro es que el arte está en gestación de memoria permanente y el acto de borrar en estado de muerte terminal.




Este tipo de mensajes hacen al artista de tal manera que se convierten en una línea más o menos recta (o salvajemente sinuosa en el caso de Ciro) que de construye y recompone siempre como un palimpsesto que esconde otros muros de antes que hoy son nuevos muros, alfombras, cortinas, telas de lino tradicional, papeles, cartones después.
Tal vez y sólo tal vez, puesto que esta es una interpretación de un cuerpo de obra magnífico y maduro, es que ahí podamos des entrabar lo sensual de las formas y el color para adentrarnos en la profundidad del poema como poema.
Tal vez recién ahí podamos comprender la obra de arte como Obra de Arte y aprender de ella como una manera desconocida de salto al vacío que nos rescate de ese tedioso arte de hacer de lo mismo de siempre algo que no deja de ser más de lo mismo.

Postdata:
Ciro Beltrán es candidato a Premio nacional de Artes Visuales.
Para algunos es una desfachatez, una locura, una aventura, un impulso hippie y algo travieso, o algo simpático y colérico.
No lo sé, cada cual puede tener una opinión legítima y correctamente argumentada, pero para mí es simbólico porque es un síntoma de cambio de paradigmas.

Tal vez, quienes apoyamos su candidatura, hemos aprendido a leer de la Obra de Ciro Beltrán mucho más de lo que las palabras que conocemos nos podrían decir de ella.




Guillermo Grebe
Elartwriter