miércoles, 31 de agosto de 2016

Andrés Manríquez. El caballero de la mancha



No podría hablar de la obra de Andrés sin primero dejar en claro que es mi amigo, mi ex compañero de los dulces y convulsionados años de la Escuela de Artes de la Chile en las Encinas en los años 80, y que soy un rabioso admirador de su obra.
Eso, para dejar las cosas claras.

Trataré de escribir siendo objetivo, porque amerita serlo y porque su obra y los ojos que la han visto lo merecen.
Los ojos en Berlín, en Barcelona, en París, en Santiago
Los ojos que revolotean la plaza Italia, los mares y caletas de Chile, el puerto, los campos, los árboles.
Los ojos puestos en aquellas partes iluminadas de los cuerpos de modelos en su taller.

El último romántico posmoderno, el caballero de la mancha y del caballete al hombro recorriendo el paisaje cruzado por una banda de pájaros sobre una cabellera coléricamente cana y revoloteada y con la mano nerviosa a punto de gatillar dos trazos de acrílico u óleo violento en el soporte de turno.
Este caballero pinta como los dioses carajo!!
Así suena desde el corazón, sale, brota natural cuando hablamos del Manríquez .
Es natural decirlo porque la pintura su pintura es tan atemporal como inclasificable.

¿Como saldría entonces si quien habla aquí es otro pintor?
No puedo sólo quedarme como un fan incontrolable, como hincha, como amigo solidario de sus inquietudes y quebrantos, sus humores y sus deshumores.
Me impuse la tarea de descifrar su pintura de manera objetiva, de poder interpretar sus pulsiones y poder dejarla transparente posible.

Historia. Años 80. Chile, Escuela de artes de Universidad de Chile. Eramos un montón de gallos y gallinas con esos raros peinados nuevos en un corral entre telas, oleos, médium, colores hechos a mano y piedras y barricadas. Carretes y excesos en el centro, parque Bustamante, barrio matta, Matucana. Arrancando e interpretando una realidad dura y dolorosa y luchando con medios tan surrealistas como el arte.
Nos veíamos luego en los restoranes de bellavista donde trabajábamos para hacernos unas lucas. Eramos parte de un club de invisibles jóvenes con cojones.

La llegada de la pseudo democracia (prefiero decir el termino de la dictadura porque eso es más nuestro) coincide con los egresos y con eso las separaciones naturales, cada cual dibujará desde ahí su destino. Ahí el Manríquez parte a navegar por el mundo y el Grebe se quedará en Chile.
Hasta 30 años después
Que nos volvemos a encontrar con el Caballero de la Mancha.

Como pocas veces el ayer se me convirtió en una metáfora de un tiempo impreciso. Algo así como un desafío físico cuántico al barroco, al neo clacisismo,  al siglo de oro español,  a Florencia y sus desnudos en la Plaza Mayor ahí entrando en el Ufizzi, a los primeros impresionsitas con Pisarro de la mano.
Y claro, todos estos momentos de la mano manchada de Andrés.



Pero yo miro de reojo esos cuadros en su taller
Y ahí empiezo una historia aparte
¿Como es este Andrés que pinta ahora?
Salta entonces como conejos en el aire la memoria de un tiempo vivido mezclada amargamente con el nuevo enérgico y rabioso de los días que hoy nos abrigan, en nuestro país adormecido y zombie, y donde nos cuesta cobijarnos en el humor, aunque no desdeñamos los esfuerzos porque sería imposible.

Entre los recuerdos, los pasillos en las Encinas, el casino, los divertidos y raros  personajes de la época, el café y el té en la pequeñita mesa redonda con cuidadoso mantel observo las manchas del caballero, los trazos que le dan movimiento a lo estacionado. Las luces del momento captadas con magistral naturaleza, traducidas en el neón de un acrílico rabioso puesto ahí con una brocha no menos atrevida.
Son cuadros de formato pequeño, otros medianos y los más grandes de no más de 120 x 100 cms. En todos estos formatos la pincelada es adecuada, orgánica y sensual.
Las pinturas de Manríquez son respetuosas de si mismas y de la honestidad y veracidad que las motiva de tal manera que es imposible disgregar la triangulación mínima exigible entre la técnica, el relato y su autor. 


Una esquina en Valparaíso como fracturación urbana en el paisaje es tal, es así como se pinta, Manríquez respeta el movimiento en su caos genésico.
Lo mismo sucede con las marinas y los cerros, habituales compañías del pintor romántico del sigo XIX y enigmas infinitos en la historia del arte, incluyendo en esto naturalmente los cambios de folio entre Constable y Turner, pasando por Millet y Van Goch hasta Cezanne quien convierte la contemplación larga y amable de lo que vemos en una obturación salvaje de una milésima de segundo que capta la luz y las sombras, tal como lo haría una fotografía.

Es entonces que el deseo de buscar más allá del desenfoque de las distancias naturales que se producen en la dimensión compleja que el ojo recrea enfrentado a la inmensidad, no es útilitario en el mundo donde el paisaje está intervenido y contaminado de un ruido que lo hace muy poco amigable y a veces inhóspito.
Aunque eso a Andrés Manríquez le importe nada.
Por suerte.

Giro un poco más la vista y aparecen las cafeteras que son objetos del silencio pintados varias veces. El silencio es un asunto coral aquí!! Es como que resonasen miles de cafeteras a la vez con ese pitillo fastidioso que avisa la ebullición. En este caso son teteras del clásico diseño italiano, muy comunes en casi todas las casas, pintadas en verde, rojos, púrpuras, negros, ocres, etc.



Curiosamente esas teteras no suenan, obligan estar atentos a que no lleguen al punto de  hervir. La revaloración de estos objetos rescatados de su silencio puestos ante el observador reiteradamente como una serie de pequeños niños cantando un cannon o bien fotogramas de una escena doméstica in crescendo en alguna azotea de un departamento en el Trastevere o en Santiago.
Estos detalles de la vida cotidiana y que están cien, mil veces anclados en las historias de las personas, son tan insignificantes como magníficos y tan reales que llegan a ser ficciones si se nos devuelven pintados como lo hace Andrés.

Después de salir de estos pequeños mundos a punto de ebullir puestos frente a mí por el caballero de la mancha pero de felíz figura, aparecen los cuerpos desnudos de los modelos que suele pintar en su taller; hombres y mujeres, jóvenes, bellos, posando de manera clásica y no puedo evitar devolverme a los tiempos de la Escuela, pero no solo a los que podrían referirse estrictamente a lo académico.


Nuestros tiempos de estudiantes estaban compuestos por un dicotómico afán de escapar o quedarse para reventarse; eramos jóvenes en estado de queda, teníamos un milico en cada esquina y nos queríamos rebelar, mandarlos al infierno de una vez y rápido, bien rápido y luego salir de aquí a conocer de que va el mundo, sobre que lomo de unicornio había que montarse, quienes eran los poetas, los que hablaban las cosas indispensables.
Tal vez esa sensación del encierro y de no mundo hacía que pintaramos tan rápido, porque la vida estaba en otra parte y había que ir a buscarla antes de morirnos en el intento.

Los desnudos de Andrés me evocan aquello; cuerpos en una sala montada para el estudio de la luz y la sombra sobre las formas y un pintor resolviéndolo magistralmente en tiempo record porque está a punto de arrancarse a hacer un paisaje en una caleta en el sur, trepado arriba de algún techo cerca de las nubes llenas de vapor, o en Valparaíso caminando hasta detenerse para poder bajar de su mochila su atril y sus materiales porque está a punto de pintar una breve acuarela de 10 x 10 cms.

O quizás nuestro Caballero de la mancha baje de la montura de su unicornio fascinante porque hace rato encontró en si mismo al poeta, el que habla y pinta lo indispensable, 
aunque él diga que es un simple obrero encuevado en su mundo de colores.

De todos modos Quijote u Obrero en ambos casos, nos hará felices.


Guillermo Grebe
Artista Visual

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