Las flores de Fernanda Levine flotan sobre las comunas de
Santiago, dejan un raro color vivo y alegre esparcido en esos mapas fieles
retratos de la segmentación urbana, fotografías de las distancias y las
inequidades, grafismos de calles en mapudungún o quechua que cruzan avenidas como
Vicuña Mackenna o Matta.
En fin, son como aviones detenidos aleteando pétalos, o
pájaros de ninguna parte, algo conmovedor que subsiste fuera de la pérgola del
Mapocho y se esparce como máquinas danzantes en tiempos en que las flores no
son las flores sino más bien especies de antídotos decorativos de algo que
nunca sabemos pero que cuadra como esperable.
¿Que son las flores?
¿Qué son en la pintura?
Siempre tan al alcance en cuanto a silvestres y tan
apreciadas en cuanto a especies de invernadero. Así una orquídea es como una
hija a la que hay que atender día y noche con temperaturas y cuidados
especiales, así un dedal de oro nos sigue atentos mientras caminamos al borde
de la montaña.
No son cualquier objeto, para nada lo son. Pintarlas
tampoco.
Las flores cargan con símbolos asociables a sentimientos,
sucesos, eventos que se relacionan con ciclos de la existencia humana:
Flores para el nacimiento de un hijo o hijas, Flores para el
amor. Flores para despedir, para enterrar, para cerrar.
Fernanda lo tiene claro, sus flores son suyas, con brillo de
pétalos propios. Deconstruye el objeto flor desde un pre impreso o un circuito
que arma cuidadosamente como si estuviera jugando con soldaditos de un castillo
armable. Plantitas de plástico, pequeñas cositas, ampliaciones gráficas tapadas
por el acrílico, un nicho con figura geométrica, especie de cárcel pop graciosa
e inquietante.
Estas flores tienen un rol en el recorrido de la mirada, construyen
un relato constante, claro, preciso y para nada gratuito y azaroso. Las flores
de Fernanda dicen algo, más allá de estar pintadas con magnífica soltura y
equilibrio.
Las flores cuentan un cuento en el espacio galería donde
precisamente se permite hacerlo, aunque no todos lo saben.
Me refiero a su última muestra llamada El Jardín de al lado
en la galería Madhaus. Un pequeño espacio muy bien armado donde recorrer flores
pintadas se convierte en un sendero ecléctico algo frío y a la vez lleno de
sonidos que emanan del color, de la mancha, del mapa puesto en frente de los
ojos, de los objetos fetiche colocados con sumo cuidado en cajas con vidrio,
como si Fernanda fuese una pergolera refinada que transforma el arreglo floral
en un testimonio que recoge todas aquellas significaciones y que luego llegan
en ramilletes tan bellos como punzantes, tan agradables como piezas únicas
cargadas de preguntas, tan amables como hirientes.
Estas flores, esos pétalos que salen fuertes y armónicos de
sus nichos negros que aprietan y buscan su propia luz, estas manchas reducidas
a la forma que regala el gesto manual que hace reconocible el objeto flor
encerrada, enclaustrada, marcando hitos de la gran urbe, definitivamente no son
flores comunes, finalmente son pasos que recorren lugares sellando las cargas
simbólicas de una aparente festividad estival, de una manera lúcida y crítica
que se mueve con hábil gracia entre el gusto que determina ese aire tan tenso
entre lo decorativo y lo clásico.
No hay nada más mágico que encontrar la trampa que nos pone
el artista cuando miramos su obra. Cuando nos dice que lo que vemos no es lo
que creemos.
Que las flores no son las flores.
Que son sólo pétalos que han caído de las manos de Fernanda
Levine como migas de pan que nos ha dejado para no olvidar el retorno a casa, a
lo acostumbrado y que sin embargo olvidamos, dejamos de mirar, de oler, de
escuchar.
Guillermo Grebe Larraín
Artista visual
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