viernes, 23 de junio de 2017

Eduardo Echeverría. El escultor en la tierra del fuego


La tierra del fuego

Habitante del mundo, inquieto, movilizador de montañas de hielo o de fuego Eduardo Echeverría esculpe acariciando desde el dolor, el desarraigo, la injusticia así como desde el sarcasmo, la ironía y el sexo, sobre todo el femenino.
Su tierra del fuego es un tranvía de deseos ocultos, solapados, avergonzados y sin desvirgar, lleno de frágiles partes de un cuerpo segmentado que busca reunirse en alguna utopía despedida al aire y donde nadie, absolutamente nadie, sabe por donde agarrar la mano del otro, algún acurrucamiento para hacer más dulce el momento, algo que sane de algún modo el hecho de que las separaciones son abandonos momentáneos y que aún así duelen.

Hay que irse de esta tierra para volver y desangrarse, luego despertar hacer como que los fantasmas existen, van de a pie y un artista los saluda y les rinde homenaje.
Eso es lo hace Echeverría; va y regresa, se abraza al madero noble de un pino, un roble, un eucaliptus incendiado y somete su dolor hasta convertirlo en un acto de fe, un cuerpo que se desdobla o se desnuda, un círculo de manos que no se tocan.
Algo que nos parece distante pero que sin embargo somos cada uno de nosotros en nuestra historia reciente.

La madera, la que brota de esta tierra y nos ve impávidos, insensibles e insolentes mientras prende el fuego que abraza. Entonces Eduardo Echeverría abre ventanas y puertas para cargarlas de poesías iracundas, de caricias perplejas pero amables, de sensualidades que sólo él y los nobles troncos son capaces de entenderse en fraterna comunión.







La mano graffitera

Viaja de mano en mano de boca en boca una mano cortada, un hombre de la tierra del fuego con sus brazos extendidos como queriendo abrazarnos desde el pasado selknam del sur lluvioso y húmedo, con una spray que rocía paredes, calles, hemisferios del mundo inacabables.
Una mano intrusa, juguetona y transversal entre meridianos y paralelos porque es parte de un mundo que debe decirse, que debe hablarse o comunicarse desde el símbolo extraviado del gesto, no desde la palabra; la pintura de paredes es lenguaje en si mismo, las paredes hablan con oportuno lenguaje para terremotear momentos y desplazar paradigmas estancos.
La mano graffitera es un viajante sin cuerpo, un poema del vacío y de una transparencia tan útil como urgente. Son miles y millones de graffiteros hablando de algo al unísono, no tienen patria, tienen mundo.

Y sin embargo la mano que vuela y navega sola en las paredes es parte de un cuerpo que puede ser besado hasta el cansancio, un cuerpo en forma de cruz pero sin ella es un símbolo de lucha, es un cuerpo que ha vencido sus cruces y merece ser iluminado por velitas que prenden los seres que han perdido a sus amores, sus historias llenas de deudos. El graffitero es un ícono popular y los observantes deben mirarlo hacia arriba pues es un cuerpo elevado que se puede tocar, ahí la muerte es una ilusión, una mentira, un engaño reconstruido por el amor a la vida.






El Chile sin chile

Chiles colgados, amarrados en un intento de hacer un leve desaire al aire.
Chile en un trozo de madera quemada encerrada en una urna de metal.
Analogías de un Chile que cuelga inerte del vacío hace ya un largo tiempo. Mientras en muchos países amerindios el chile es el nombre que nos transporta como el color, el calor, lo picante, la lengua hirviendo, esa cosita que hace que nos pongamos colorados como objeto metafórico de una identidad algo extraviada, hace ya un largo tiempo. De hecho, no se llama chile en Chile, se llama ají.

Eduardo Echeverría cuelga ese Chile y lo coloca boca abajo cuales peces muertos, nos hace mirar de frente o bien doblando el cuello o hacia, nos pone en la incomodidad de nosotros mismos y lo que hemos perdido o reemplazado mal por una muerte que camina lenta entre las llamas.
Esa picardía, ese rubor caliente, lo que yace y brota de la tierra de maneras diversas, multicolores se ha convertido en un producto que hay que medir fríamente sin la cualidad dionisíaca campesina para su consumo. El ají llamado chile es un fósil que aparece como un ahorcado sin remedio, haciendo el cuatro con el pie izquierdo detrás del derecho.



Es por esto que la propuesta de Echeverría se instala como un ir y venir conversado porque habla con un dolor lleno de verdades ocultadas sobre lo que hemos olvidado y se contesta en lo que debemos rescatarnos.
Nos pone de frente a una negación en la denominación de origen de lo que realmente somos, fuimos y seremos siempre; picantes, alegres, amigables, rápidos. Nos dice que Chile es un ají cuya memoria y saludable sabor han tambaleado solo por un tiempo, y que ya es hora de devolverlo a la nueva mesa para todos y todas.


Guillermo Grebe Larraín
Artista visual




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